Nunca le he tenido miedo a la muerte, o eso creo, hasta que llegue mi turno y nos miremos a los ojos. Quizás los cierre por miedo, o quizás sonría y me deje llevar.
Puedo hablar de ella con tranquilidad y tener las cosas muy claras, pero cuando la muerte deja de ser el sujeto y se convierte en el verbo me pongo nerviosa y no sé muy bien qué decir, hacer o pensar; me siento ridícula y avergonzada, porque creo que tomamos mucho más en serio al ser que ha muerto, que al ser cuando es.
Lo que tengo muy claro es que no se vive para siempre y cada segundo de nuestra vida es irrepetible, por eso a medida que pasan los años abrazo y beso más, más veces, más fuerte y a más gente.
Y por supuesto otra cosa de la que estoy segura es que la muerte es para siempre. Una vez que te vas no vuelves, una vez que empiezas el camino no miras atrás, una vez que tus huellas presionan dejando marcas sobre el terreno, terreno invisible que es la muerte, no se borrarán.
Huellas que por mucho que suba la marea quedan en la arena de aquella playa que disfruté contigo, huellas que por mucho que el sol caliente quedan en la nieve de la montaña que compartí contigo.
Por eso las huellas que dejamos, son las que hacen que cuando ella venga y me agarre de la mano, sonría mirándole a los ojos y me deje llevar.